elogio do fracasso















I
No se engañe: los libros de autoayuda sólo ayudan al autor. Por eso se llaman de “auto” –uno mismo- “ayuda”: me ayudo a mí mismo a ganar dinero con los incautos que lo comprarán.
Y no se engañe: la vida tiende al fracaso. De hecho, fracasa siempre porque se termina. Todo el mundo muere, incluso los autores de libros de autoyuda. Es más: se muere todo tarde o temprano. Una rosa, normalmente, muere antes que usted. Un perro también puede morirse antes que usted. Un trozo de mármol dura más, pero acaba convirtiéndose en polvo al cabo de unos cuantos milenios. Mueren las galaxias, imagínese. O sea que no se haga ilusiones, se lo repito: todo el mundo muere –y digo mundo en el sentido más amplio, más cósmico- y los autores de libros de autoayuda y los anuncios pretenden convencerle de lo contrario.
Aceptar el fracaso es aceptar no una, sino LA –con mayúscula- ley de esta vida que nos ha tocado vivir.
Nos ha tocado, sí. Ni a usted ni a mi nos pidieron permiso para nacer. Nos nacieron. Tampoco nos pedirán permiso a la hora de la muerte. Ésta llegará inexorable cuando tenga que llegar. Acéptelo también. Acéptelo de una vez. Todo el impresionante mecanismo económico-político-militar que nos envuelve –que nos exprime- se fundamente en la curiosa idea de hacernos creer que somos eternos y que viviremos aquí en este planeta para siempre y seremos felices y comeremos perdices.
No. Rotundamente no. Usted como yo –léalo en voz alta- VAMOS A MORIR. (Sí, como en las malas películas de terror cuando se acerca el asesino con una motosierra y es obvio que quiere cargarse a todo el mundo).
Cuanto antes acepte usted con cierta paz –con mucha ni lo intente: fracasará- que va a morir, antes alcanzará un grado razonable de felicidad.
Bien. Pero analicemos el párrafo que está dos más arriba que éste. Decía que a usted y a mí nos nacieron sin pedirnos permiso. Usted se da cuenta de que esto es absoluta y completamente cierto. Por lo tanto, la frase más típica de los libros de autoayuda –no sólo la frase, sino el alma entera de todo libro de autoayuda que se precie- que es aquella de “soy un hombre hecho a mi mismo” –self made man, en inglés- es falsa. Es una mentira. Los autores de libros de autoayuda y todo el sistema que nos envuelve pretenden hacernos creer que nos podemos construir a nosotros mismos en plan “bricolaje”, como si fuéramos piezas de un juego de niños (de hecho, pintan tan fácil tener éxito en la vida como un juego de niños). Han logrado convencer a muchos millones de señoras y señoritas en todo el mundo del hecho absurdo de que pueden construirse a ellas mismas eternamente a base de operaciones de cirugía estética y de cremas milagrosas. Lamento tener que ser crudo: las operaciones de cirugía estética y las cremas servirán de sabrosa comida a la enorme variedad de gusanos y gérmenes que habitan felices –ellos sí- en un cadáver que se descompone. Están exportando el invento a los hombres con notable éxito para las cremas y los gimnasios y un éxito apoteósico para pastillitas que ayudan a tener erecciones, o incluso priapismo, a señores que o bien ya no deberían tenerlas, o bien deberían tenerlas pero no con la frenética frecuencia con que las tiene un chaval de 17 años. ¿Qué hay de malo en que un abuelo tenga erecciones y, lógicamente, relaciones sexuales a los 98 años? En principio, nada, si su sistema cardiovascular se lo permite. El problema es que el abuelo en cuestión puede llegar a creer que las erecciones le durarán hasta los 349 años, y esa edad –estaremos de acuerdo- es muy difícil que llegue a cumplirla.
A las señoras de 84 años con pechos de jovencita de 23 les sucede lo mismo. No entienden que los pétalos de las rosas se marchitan y se caen y que un seno artificial es lo más parecido a una rosa de plástico. Entre otras cosas peores, huele a plástico.
Permítame una digresión. Mi mujer acaba de leer lo que llevo escrito.
-Qué triste, qué pesimista, qué mal –dice.
-Ya, cariño. Pero es la verdad –digo.
-Vale, pero no hace ilusión leerlo –dice.
-Perfecto. Entonces este libro será un fracaso, que es lo que pretendo –digo.
Y prosigo. Naturalmente, me enciendo otro cigarrillo. Fume usted en paz. O no fume, haga lo que quiera. Si es de los que intentan dejar de fumar y no pueden, no se agobie. Como todos los fracasos de la fuerza de voluntad, es normal. El hombre o la mujer de la calle, la mayoría de nosotros, tenemos muy poca fuerza de voluntad. Es más, tenemos muy poca fuerza para hacer cualquier cosa por pequeña que sea. Usted intenta no enfadarse con sus hijos y no lo consigue. Intenta sonreír más a menudo a su mujer y no lo consigue. Intenta poner buena cara con aquel pesado de la oficina y no lo consigue. Intenta no tomarse el tercer whisky y no lo consigue, por el contrario, se toma otro y se abraza a sus amigos de mesa; y luego otro y, ya sabe, comienzan los insultos a la autoridad y al clero. Y a la mañana siguiente tiene usted que recurrir al ibuprofeno para presentarse en el trabajo con un aspecto que recuerde, aunque sea vagamente, al de un ser humano. Normal. Son pequeños fracasos. La vida está llena de pequeños fracasos. No se agobie.


II
No se agobie y piense. Hubo un hombre nefasto, que vivió hacia finales del siglo XVIII y que se llamaba Juan Jacobo Rousseau, que tuvo la ocurrencia de decir que el hombre es bueno por naturaleza y que es la sociedad la causa de todos los males. Si usted se mira al espejo, antes o después de tomarse el ibuprofeno, se dará cuenta de que la sociedad no pinta nada en su decisión de tomarse seis whiskys; y que la sociedad no pinta nada en su mente: cuando decidió, antes de esa cena, que iba a tomarse sólo un digestivo y se iría a casita para no disgustar a su santa. Usted se lo propuso con muy buena intención, pero fracasó –de nuevo- en el intento. ¿Qué gaitas tiene que ver la sociedad en todo esto? A media mañana, cuando el ibuprofeno ha hecho su efecto y usted ya lleva cuatro cafés, lee un poquito el diario en el bar. Las noticias dan miedo. Cómo está el mundo, qué desastre. Y usted, persona con una cierta cultura, se da cuenta de que el mundo ha estado así siempre y que no va a mejorar por mucho que la ciencia moderna y el estado moderno se empeñen en hacernos creer lo contrario.

El hombre de Galilea dijo que siempre habría pobres entre nosotros y habló de guerras y otros desastres. Usted se lo puede creer o no, pero es evidente que acertó. Y es que el hombre, usted y yo, no es, no somos, buenos por naturaleza. Más bien somos malos, incluso podemos ser muy malos. Mírese otra vez al espejo. ¿Recuerda aquella vez que…? Sí, aquella vez. Bien. Podemos ser muy malos. Por lo tanto, bueno, sea comprensivo con la maldad ajena –vuelva a recordar aquella vez que... antes de decirme que jamás será comprensivo con quién usted ya sabe-. Y por lo tanto, no se desespere y acepte en paz que estamos estropeados desde el principio por alguna causa misteriosa. Tampoco se empeñe en desvelar todos los misterios: es algo que no está a nuestro alcance; de hecho, está tan lejos de nuestro alcance como sonreír al vecino pesado de la oficina.

No se haga ilusiones sobre usted mismo. Si no se las hace, será más feliz, se lo garantizo. Dicho con otras palabras: acéptese como es y acepte las circunstancias de su vida, sean las que sean; entre otras razones, porque no hay más que su circunstancia presente: el pasado ya no existe y el futuro tampoco existe, dado que aún no ha llegado. Por mala que sea su vida, ¿preferiría estar muerto o no haber nacido? Si la respuesta es sí, deje de leer inmediatamente, coja una pistola y péguese un tiro o láncese al vacío desde un décimo piso –para asegurar que se convertirá en una papilla con tropezones bastante desagradable-, o haga lo que quiera, pero mátese. En el caso, más habitual, de que decida seguir viviendo su miserable vida, no tiene sentido andar lamentándose en exceso. Quiero decir que puede usted lamentarse cuanto quiera, pero le servirá de muy poco, o le servirá de momentáneo desahogo, como acordarse de la madre del árbitro que no puede oírle porque usted está en el palco y él, en el punto de penalti.

No crea usted que exagero cuando digo lo de pegarse un tiro. Ayer mismo un niño de la clase de mi nieto se encontró a su padre muerto de un certero disparo de escopeta en la cabeza. El niño también encontró una nota: “No entres en el cuarto de baño y llama a la policía”.

Un hecho brutal, sí. Pero si usted no tiene intención de hacer algo semejante y quiere seguir vivo, le daré algunos consejos absolutamente contrarios a todos los que pueda leer en los libros de auto-ayuda.



III
¿Se ha fijado usted en un hormiguero? Es una comunidad pequeña, muy pequeña realmente. Un charco en el suelo, a los ojos de una hormiga, es el lago Michigan. El estanque de un jardín urbano es el mar Mediterráneo. Las montañitas de arena que hacen los niños pueden parecerle a la hormiga las cumbres de Navacerrada y, desde luego, un cerro tiene las proporciones del Everest. Imagine que hay hormigas buenas y malas. Imagine que las malas conspiran, secuestran y matan para alcanzar el poder en el hormiguero. Imagine que hay hormigas avariciosas que acumulan reservas de comida o de otras cosas –son las hormigas millonarias-. Imagine que hay hormigas que desean conquistar hormigueros vecinos, hormigas imperialistas. Imagine a las hormigas intelectuales tratando de imponer a sus congéneres sus ideas y su modelo de sociedad en el hormiguero y en todos los hormigueros del planeta. Imagine cuánto afán para ser…¿Los reyes de un hormiguero o de muchos hormigueros? ¿Los más ricos de un hormiguero? ¿Los más listos de un hormiguero?
Bien. Considere que el planeta Tierra es casi infinitamente más pequeño que un hormiguero en comparación con la casi infinita extensión del universo conocido. Si añadimos lo que nos queda por descubrir del cosmos, la proporción se reduce a la de una partícula subatómica. El planeta es como un protón en un mar inmenso de galaxias. El planeta, además, es un bola de magma incandescente que viaja a gran velocidad alrededor de una especie de bomba atómica múltiple y gigantesca que llamamos sol. El planeta dispone, sí, de una corteza fina pero muy agradable a la vista en su mayor parte, que posibilita la existencia de vida.
Sin embargo, a nadie parece importarle un comino lo que acabo de contarle. Encuentran normal viajar en una bola de fuego en medio del espacio sideral y encuentran normal romperse los cuernos por ser los reyes del hormiguero. Nadie se ha molestado en coger una enciclopedia y ver quiénes eran los tipos importantes de, pongamos por caso, la Argentina en 1867. Si están en la enciclopedia, nadie se acuerda de ellos. Como nadie se acuerda del gobernador de una provincia del imperio persa del año 359 de nuestra era. Como nadie recuerda quién era el Bill Gates de los hititas o de los asirios. Nada queda de la gran Babilonia salvo un montón de polvo y piedras. Nada queda de Nínive. Poquita cosa de Cartago. Y del antiguo Egipto, 6.000 años de historia, nadie recuerda el nombre de algún rico empresario de la época o de algún comerciante, a menos que se citen en papiros con relación al faraón de turno. Generaciones y generaciones de hormigas constructoras de hormigueros con forma de pirámide que viven en el anonimato milenario de las arenas del desierto, gentes que van y vienen y desaparecen de la orilla como las olas del mar. Nada. O casi nada.
Y entonces aparece el autor de libros de auto-ayuda a decirle que dedique su vida a perseguir el éxito y a triunfar. Y se permite la desfachatez de decirle cómo se hace.



IV
No se gana mucho dinero honradamente. Olvídese.
Conozco personas que han ganado dinero trabajando honradamente. Pero no han ganado mucho, muchísimo dinero. Muchísimo dinero es muchísimo dinero, usted ya sabe lo que quiero decir. Sin embargo, incluso esas personas que han ganado dinero, o mucho dinero, con su trabajo honrado, alguna vez han tenido que hacer cosas que, digamos, bordeaban los límites de aquello que es moralmente correcto. O han dejado hacer a otras personas cosas que estaban claramente fuera de los límites de lo que llamaríamos honestidad profesional. No se puede andar demasiado cerca del dinero sin que este dios avaro y orgulloso te manche de algún modo imperceptible. Lo que sí puedo asegurarle es que toda cantidad indecente de dinero está manchada de sangre humana. No es necesario que se cometan asesinatos: bastan unos despidos para mejorar la cuenta de resultados de la empresa; basta una triquiñuela para deshacerse de un par de socios; basta con apretar hasta la asfixia a aquel proveedor; basta con poner el dinero por encima de cualquier otro principio para que el dinero se cobre, con despiadada puntualidad, su precio en sangre humana.
De modo que trabaje usted con tranquilidad para ganarse el pan, el suyo y el de sus hijos, si los tiene. El empresario tiene la obligación de pagarle. Si no lo hace, lárguese y denúncielo y busque otro trabajo. O monte cualquier negocio que le permita ganarse la vida. Volver al campo y cultivar un pedazo de tierra y cuidar unas gallinas, siempre ha sido una buena opción.
Si usted cree que tiene una buena idea, intente concretarla. Las buenas ideas, como las buenas intenciones, si no se concretan no sirven para nada. Ya sabe que el infierno está lleno de buenas intenciones y de buenas ideas sin concretar. Si no tiene una buena idea, no pasa nada: la mayoría no tenemos buenas ideas, o no tenemos ideas en absoluto. Los que tienen ideas todo el rato viven en mundos paralelos y suelen perderse los perfumes de las rosas y las puestas de sol y las sonrisas de sus hijos. Si tiene una buena idea y no la lleva a la práctica, tampoco pasa nada: quede con unos amigos para cenar y tomarse algo y les cuenta su idea; lo pasarán muy bien y no harán daño a nadie.
Trabaje si puede en aquello que le gusta, aunque no le extrañe que no le guste nada especialmente. Hay muy pocos afortunados que saben lo que les gusta y tienen la suerte de ganarse la vida con su afición. Procure, eso sí, que le acabe gustando aquello que hace: aunque le parezca aburrido y monótono ningún día es igual a otro, ningún momento es igual a otro. Y, sobre todo, ningún momento vuelve. Lo que ha vivido ya lo ha vivido, no hay marcha atrás ni repetición de la jugada. Por lo tanto viva cada momento con toda la intensidad y con toda la calma de que sea capaz. Yo mismo, ahora, estoy tecleando en este ordenador demasiado deprisa. Si lo hiciera más despacio, me daría cuenta de la maravilla que tengo ante mis ojos: le doy a unas teclas y, como por arte de magia, aparecen unas letras sobre una pantalla en blanco que se va llenando de palabras. Si tecleara más despacio es muy probable que escribiese mejor, pero no quiero ganar el premio Nobel –ni siquiera sé si quiero publicar este librito-, usted ya me entiende. Lo único que quiero es decirle que viva tranquilo porque, en realidad, hay muy pocas cosas que deban preocuparnos.
Se fomenta la preocupación. Y ésta es la base del negocio de las aseguradoras. Juegan con el “por si pasa algo” con un descaro que produce vergüenza ajena. Juegan a hacerle creer que usted puede controlar su vida y sus circunstancias, lo cual, lo repito, es una enorme falsedad. Que usted y yo sigamos vivos no depende de nosotros. Que nos pongamos enfermos o que permanezcamos sanos no depende de nosotros. Y cuando caigamos enfermos, la aseguradora, si la cosa es grave, se deshará de nosotros a las primeras de cambio, después de subirnos la cuota a niveles estratosféricos.
Y ya que hablamos de salud: viva feliz y olvídese del colesterol, del azúcar y de la tensión arterial. Las farmacéuticas y los médicos suben cada poco los niveles que consideran razonables para que usted crea que está enfermo y necesita una pastillita. El negocio de las pastillitas es uno de los que hace ricos a los avariciosos del hormiguero.
No haga deporte. No. No haga deporte. Es malo para su salud y para su mente. El hombre está hecho para caminar. Si estuviera hecho para correr sería un guepardo. Pero incluso los guepardos duermen o descansan más tiempo del que pasan corriendo. Los animales sestean mucho y, en general, sólo se mueven para conseguir comida. Ninguno de nosotros conseguirá la bella musculatura de un león por más horas que pase en el gimnasio. Otra cosa es que a usted le guste correr o jugar a la petanca. Hágalo en paz, por supuesto. A mí lo que me da mucha pena es ver a tipos embutidos en chándales y camisetas “técnicas” de dudoso gusto, galopando como posesos, en un estado de cuasi crisis cardiorrespiratoria, por las calles de nuestras ciudades. Cualquier hormiga en su sano juicio diría que eso es una animalada. Se trata, lo ha adivinado, del lavado de cerebro al que nos han sometido los fabricantes de material deportivo: si la gente no corriese, ellos no venderían nada. Nos hacen creer que les importa nuestra salud y nuestra felicidad, lo cual es una manera muy ingeniosa –lo reconozco- de llamar a los beneficios antes de impuestos de una empresa.
Por lo tanto, no se crea la publicidad, ni la publicidad de los bancos, y no gaste más allá de lo que puede permitirse. Le están creando falsas necesidades. No hace falta tener un coche tan potente como uno de competición para ir a trabajar o para ir a la playa. En realidad, no hace falta tener coche. Camine usted o use la bicicleta o coja el autobús. O, simplemente, quédese en casita tan ricamente.



V
ESTÉSE QUIETO, HAGA EL FAVOR
Una de las pestes de los tiempos modernos es el turismo. Masas de gente aborregada que invaden lugares más o menos bonitos y los llenan de desperdicios y de miradas muy parecidas a las de los rumiantes cuando rumian. Grupos que transitan de un lugar a otro del planeta para terminar comiendo y bebiendo en los mismos sitios que tienen a dos manzanas de su domicilio habitual. Seres humanos que pagan un buen dinero por zambullirse en mares que nada tienen que envidiar a los que bañan nuestras costas. Personas a las que encierran en campos de concentración de lujo hortera, a 10.000 kilómetros de distancia, para hacer las mismas cosas que podrían hacer a la vuelta de la esquina.
La mayor parte de los problemas de esta humanidad desquiciada tienen su raíz en el hecho de que el hombre no sabe quedarse tranquilamente en su casa. ¿Usted se ha fijado en el árbol que tiene en su calle? Admírelo. Pasarán mil años y no habrá sido capaz de apreciar todos los matices de ese árbol: es distinto según las estaciones del año; es otro árbol si llueve o nieva o luce el sol; su color cambia, cada mañana, cada tarde, cada noche; suben o bajan hormigas por el tronco y, algunas veces, hay excrementos de perro en la tierra junto a las raíces y, otras, no. Luego están las hojas, distintas todas ellas, el universo entero contenido en una sola hoja. ¿No me cree? Coja una de esas hojas y contémplela… Es una maravilla. Tómese el tiempo necesario. Vuelva a mirar la hoja. Ni siquiera el mejor diseñador de coches de competición del mundo –suelen ser italianos- puede lograr una forma semejante. Al cabo de unos días la hoja amarilleará en sus manos y, como el excremento de los perros al pie del árbol, le hablará del fracaso de la vida. Es lo que toca. Lo que pasa es lo que toca. Y una hoja separada del árbol muere antes que las hojas que permanecen en él. Voy a hacer una comparación poética para que usted me entienda mejor: el árbol es su vida presente, su momento presente, su ahora; si usted se va del ahora, morirá: estará en el pasado o en el futuro, en los dos casos, ya se lo he dicho, habitará mundos que no existen más que en su imaginación. ¿Recuerda a Don Quijote? Es una novela muy divertida que nos habla precisamente de esto.
Entonces, si una simple hoja, es inabarcable, imagine el parque que tiene al lado de casa, con unos cuantos árboles y unas cuantas flores. La naturaleza es un exceso de belleza que no sabemos apreciar porque nos movemos demasiado. No se mueva, hombre. Hay tanto que admirar. ¿Se ha fijado usted bien en el cálido amarillo de una tortilla de patatas? ¿En el rojo cambiante de un buen vino? –los vinos malos también son rojos si son tintos, y, en general, los de ahora son mejores que los que bebían los reyes en el siglo XVIII-. Vamos muy deprisa y damos por supuestas muchas cosas. Esa tortilla de patatas hay mucha gente en el planeta que no puede disfrutarla y usted la tiene en casa o en el bar de la esquina. ¿Cuántas veces ha desaprovechado usted la ocasión de disfrutar de la tortilla de patatas porque estaba pensando, mientras la comía sin prestar atención, en el hijo de su madre del árbitro, en el pesado de la oficina o en la aseguradora que le ha subido la cuota? Por no hablar de los remordimientos que ha tenido después recordando la dieta que no es capaz de hacer o los índices de colesterol que le han dicho que debe mantener a raya.

OLVÍDESE DE SU SALUD Y VIVIRÁ MEJOR
Otro engaño de esta sociedad es que nos hace creer que viviremos eternamente. No. Se lo repito: no. Viva usted 120 años. Tal vez 800, como los patriarcas bíblicos. ¿Y qué? ¿Sabe usted la de cientos de miles de millones de años que este universo anda por ahí soltando bolas de fuego que dan vueltas alrededor de otras bolas de fuego que van y que vienen? El cosmos entero, si pudiera ser visto a cámara rapidísima, sería como un castillo de fuegos artificiales. Uno de esos puntitos brillantes que han durado unos segundos es el planeta Tierra. Pues eso es todo.
¿Y quiere usted venderme un seguro de vida? Permita que me ría, señor vendedor, y que le invite a una cerveza.
Disfrute de una buena cerveza en la taberna y contemple el árbol de la calle a través del ventanal. Sonría. Y cuando le hablen de fracaso, dígales que, en este preciso instante, millones de masas galácticas han fracasado como planetas o como estrellas, han implosionado o han sido engullidas por un misterioso agujero negro, del que no escapa ni la fuerza gravitatoria, ni nada de nada. ¿Fracaso? Invite a otra cerveza al que le hable de fracaso.



VI
FRACASE Y CONOCERÁ A SUS AMIGOS DE VERDAD
Pongamos por caso que usted es una de esas hormigas listas que consigue destacar en el hormiguero. Almacena usted grandes cantidades de comida, la vende bien, gana dinero, exporta su comida a otros hormigueros, compra los negocios de sus competidores y crea un imperio –en el hormiguero, no pierda la perspectiva-. A sus fiestas acuden los personajes más importantes y los menos importantes le hacen la pelota. Hormigas menos afortunadas le piden trabajo o dinero y usted, generosamente, les da trabajo y dinero. Incluso aquella hormiga que se peleó con usted la semana pasada, cuando eran jóvenes, –el tiempo también es distinto en los hormigueros-, vuelve para pedirle un préstamo y usted le dice que pelillos a la mar, todo olvidado, venga esas cinco patas, y se lo concede. En fin, todo es felicidad a su alrededor. Es usted uno de los reyezuelos del hormiguero.
Y, de repente, shit happens. Ésta es una expresión anglosajona de muy difícil traducción: viene a decir que surgen problemas como caídos del cielo; sin comerlo ni beberlo pasa una de aquellas cosas que hacen exclamar a los humanos: ¿por qué a mí? (Uno de los mejores relatos de las consecuencias de un shit happens se encuentra en la Biblia, en el libro de Job).
En el caso que nos ocupa, la situación puede, realmente, caer del cielo. Aquel niño se ha bajado de la bicicleta y ha puesto los pies justo encima del hormiguero. Para ser más exactos, ha puesto uno de los pies encima de la sede de su empresa y el otro, sobre su casa, que estaba al lado. Usted se ha salvado porque se encontraba de viaje en el hormiguero vecino, medio metro a la derecha de la rueda delantera de la bicicleta del niño. Le llevará a usted todo el día regresar a su domicilio. Lo hará deprisa porque está seguro de que, como temían los galos, el cielo ha caído sobre su cabeza –las hormigas científicas se encargarán de determinar qué clase de monstruoso OVNI metálico es ese que ven brillar sobre el horizonte; en cuanto al niño, lo catalogarán como uno de los nefilim que menciona, misteriosamente, el Viejo Libro-.
Al llegar a su casa, usted se tropezará con el desolador espectáculo de la destrucción de todo lo que constituía su vida. Ya no tiene casa, ni familia, ni empresa, ni comida. No tiene nada. Vagará como alma en pena por el hormiguero rogando un poco de ayuda y nadie se la dará. Sus amigos le volverán la espalda. Aquellos a los que favoreció con dinero y con trabajo le exigirán que cumpla los contratos.
-Todo ha desaparecido. Uno de esos nefilim lo destruyó todo –gemirá usted.
Pero nadie tendrá piedad. Es más, la reina del hormiguero le expulsará, acusándole de falta de previsión y de negligencia.
Es posible que alguna hormiga de los barrios bajos le permita dormir en su chabola de las afueras y un gusano le hablará sobre el sentido de la vida de los gusanos.
-Usted, querida hormiga, lo ha perdido todo, es cierto. Incluso los amigos. No sé por qué digo “incluso” –le dirá el gusano- cuando los amigos son lo primero que uno pierde si van mal dadas. A mí me sucedió algo parecido. Al final, sólo una mosca, que había sido mi principal competidor en el negocio de la fruta podrida, me acogió en su casa y me dio trabajo. Los humanos se han empeñado en hacerse eternos a base de conservantes y los cadáveres no hay manera de que se descompongan. Esto es un problema para las moscas. Los gusanos somos más tenaces y al final conseguimos convertir en comida incluso esos pechos de silicona de las abuelas de 94 años. Digamos que yo le facilito el trabajo a mi amiga, la mosca, y ella me paga. No tenemos más relación que esa, ¿sabe? Es una mosca que está de buen ver, pero uno tiene sus principios. Estos humanos ignoran que ya alteraron el orden cósmico hace millones de años, cuando esos nefilim se juntaron con las hijas de los hombres.Alguien se enfadó, no sé si me entiende, y por poco se va todo el universo a hacer puñetas. Ahora vuelven con lo mismo y me temo lo peor. Usted, como hormiga, es posible que aprenda de todo lo que le ha ocurrido. Los humanos no aprenden nunca. Se creen algo, ¿comprende? Nosotros los gusanos estamos aquí precisamente para recordarles lo que son, pero no hay manera de que comprendan. Nos ven y dicen: “mira, un gusano”. Eso es todo. “Mira, un gusano”. Es para responderles: “Sois unos idiotas. Acabaréis todos en mi estómago cualquier día. Es mejor que nos llevemos bien.” Pero no, prefieren pisarnos. Como si pisando a un par de los nuestros, todos desapareciésemos de su vida. Apareceremos en su muerte. Yo pienso que por eso nos pisan, ¿no cree?
-No sé. Ya no sé nada… –se lamenta la hormiga.
-Nadie sabe nada, no se apure. A los gusanos sólo nos ha valorado un humano: el hombre de Galilea. ¿Ha oído hablar de él?
-No.
-Un tipo muy especial. En nuestros viejos libros se dice que llegó a compararse con uno de nosotros. Realmente, él sí tenía el sentido de la proporción y de la medida. Pero parece que la cosa acabó mal. Uno no puede decir que es un gusano y esperar que no lo pisen.
-¿Le pisaron?
-Bien, se cree que fue algo peor que eso. En cualquier caso, digamos que sí, que le pisaron.
-¿Y qué pasó después?
-Es un misterio. En nuestros archivos no consta que ninguno de nuestros antepasados se lo comiese. Un caso muy especial, como ve.
-Yo ya no veo nada. He fracasado.
-Lo comprendo perfectamente porque yo vivo del fracaso ajeno. Vivo del fracaso de la vida. De lo que los humanos llaman el fracaso de la vida. Porque, deje que me ría un poco, nosotros seguimos vivos.
-Es que se creen algo. Es una gran tentación creerse algo. Tal vez yo llegué a creerme algotambién. Y no soy más que una hormiga.
-Querido amigo, empieza usted a recordarme al hombre de Galilea. Él era alguien, eso es muy distinto. Y vino a explicarles a los humanos que eran alguien.
-¿Yo también soy alguien?
-Si usted reconoce que es sólo una hormiga, es alguien, sí. Mejor dicho, si me permite el consejo: empezará a ser usted alguien.
Fin del cuento.
Las cosas más reales sólo se pueden explicar a través de los cuentos y de la poesía. Los niños, los poetas y los borrachos son los únicos que ven lo que hay al otro lado de los espejos y por eso nadie les hace caso.
El fracaso es un camino que conduce al otro lado del espejo. Es un camino estrecho, pequeño y áspero, pero no hay otro. Si usted se queda a este lado del espejo lo único que verá es una imagen de la realidad que se hará añicos en cuanto un niño tire una piedra o aparque su bicicleta encima del hormiguero. No tengo que decirle nada más a este respecto porque usted es un hombre culto y ya sabe a lo que me refiero. Si le dijese que aparte de su vida los espejos que le impiden ver la realidad, usted no me haría caso. Nadie rompe los espejos porque todo el mundo prefiere ver una imagen de si mismo antes que ver cualquier cosa que le recuerde que aquello que ve es una mentira. ¿Quiere que le diga cuál es uno de los nombres del espejo? Lo ha adivinado: éxito. El segundo es: poder. Y el tercero se llama yo.



VII
Hemos hablado del poder y del éxito y hemos visto que el ser humano más poderoso tiene el mismo poder que una hormiga. Seguramente, mucho menos desde un punto de vista galáctico. Desde un punto de vista cósmico –incluyamos, pues, todas las galaxias conocidas y desconocidas- el hombre más poderoso del planeta se parece bastante a un neutrino de segunda, ya sabe, una de las muchas partículas subatómicas.
El éxito es un bonito espejismo. Los hombres, sedientos de algún tipo de trascendencia –a nadie le apetece morir-, corren como desesperados hacia el oasis del éxito y, cuando llegan, se encuentran con un lugar tan vacío como el propio desierto en que han convertido su miserable vida.
La causa de todos estos males es sólo una y se llama “usted”. Bueno, o yo. “Yo” quiere decir yo mismo, el que esto escribe; y también quiere decir el “yo”, eso que los autores de libros de auto-ayuda se empeñan en agigantar, convenciéndole de que usted, o yo, seremos capaces de no se sabe cuántas proezas, y de que alcanzaremos el espejismo del éxito en dos tardes.
Pues no. Lo que uno tiene que hacer con su “yo” es destruirlo a toda velocidad. Ese “yo”, en la inmensa mayoría de los casos, es una construcción ficticia, un ídolo lleno de las mentiras que usted se ha creído sobre usted mismo; vacío de los defectos que no se atreve a aceptar; y repleto de los tejemanejes que se monta para no admitir que usted es como es y no como le gustaría ser. Su “yo” no es usted. Su “yo” es un muñeco fabricado por usted mismo con elementos del pasado y del futuro. Su “yo” no existe, pero usted lo protege y lo defiende con uñas y dientes porque se cree que sin ese “yo” usted sería como un caracol sin concha o como un cojo sin muletas.
-Oiga, ¿y cómo destruyo el “yo”?
Usted solito no va a poder. Es decir, podrá hasta el punto en que le duela. Hasta el punto en que se vea desnudo. Usted nunca querrá verse desnudo y correrá a ocultarse, como se dice que hicieron Adán y Eva. (Un relato que puede usted creer o no, pero que ofrece muchas claves sobre el comportamiento de los hombres y de las mujeres. Recuerde que el cobarde de Adán escurre el bulto y culpa a la mujer. Pero esta es otra historia y no nos gustaría perder el hilo argumental).
Usted no podrá deshacerse de su “yo”. Tendrán que arrancarle esa coraza a base de fracasos. Tendrán que destruir ese ídolo a golpes de humillación. Tendrán que recordarle, con dolor, que es usted una hormiga. Es decir, tendrá usted que familiarizarse con un concepto que no cita ningún autor de libros de auto-ayuda y que los autores de manuales de espiritualidad tergiversan como demonios.
Estamos hablando de la humildad.
Le resulta desagradable, ¿no es cierto? Lee usted la palabra “humildad” y crece en su interior, de repente, el rechazo hacia estas pobres líneas y la antipatía más profunda hacia el autor, que soy yo.
Humildad.
Humildad, sí, mi querida hormiga. Puede dejar de leer ahora mismo. Lo comprenderé. Sea usted quien sea, no es agradable leer palabras como “hormiga” o “humildad”. Si usted es político, actor, periodista, escritor, banquero o cualquier otra cosa que las hormigas consideran importante, estoy seguro de que ya ha dejado la lectura de estas líneas.
Humildad.
Noto, sin asomo de duda, cómo huyen despavoridos muchos de los lectores. No les voy a pedir que vuelvan. Es muy duro enfrentarse a solas con uno mismo y bucear en el interior de la conciencia –sí, esa vocecita familiar que usted tantas y tantas veces ha acallado, incluso con violencia-.



VIII
El fracaso es el mejor y más eficaz destructor del “yo” que se ha descubierto. Sobre todo porque uno se obstina en no reconocer que ha fracasado y lucha hasta la locura –literalmente, en muchos casos- para salvaguardar el ídolo del “yo”. Y cuanto más pelea, más se destruye. No se da cuenta de que el ídolo acorazado ha caído hecho pedazos, de que uno está desnudo ante el mundo y de que la gente le ignora, se ríe o le insulta. Un tipo muy interesante que se llamaba Francisco y era natural de Asís, Italia, se desnudó él mismo delante de los de su ciudad y dijo así soy y todos se lo tomaron a risa y él dijo que estaba muy bien que se riesen de él y se largó paseando, tranquilo y libre. Sabía que no era más que una hormiga. Por eso, dicen que llamó hermanas a las hormigas y a las cabras y a las gallinas; y hermanos, a los lobos y a los buitres y a todos los hombres; y lo llevó todo tan lejos –tan cerca de la verdad- que llamó hermano al sol y hermana a la muerte.
Muerte.
Los pocos lectores que permanecían por aquí han salido corriendo.
Esta sociedad tiene tanto miedo a la muerte que ha aparcado a los enfermos y a los viejos en hospitales y en residencias y ha retirado los cementerios de las ciudades y de los pueblos. Han puesto los cementerios lejos, para no verlos. Es un invento de la terrible Revolución Francesa. Alejar la muerte de la vida de los hombres supone alejarles de la única certeza posible y, por tanto, alejarles definitivamente de la realidad. Una vez alejados de la realidad, la manipulación de las mentes es mucho más sencilla.
También han desterrado el luto. Vestir de negro durante un par de años a causa del fallecimiento de un ser querido era una sana costumbre y una terapia para el dolor. Vestir de negro en público ofrecía la posibilidad de llorar en público sin que pasase nada –era lógico llorar la muerte del marido o del hijo-; vestir de negro en público permitía ser consolado en público; permitía digerir la tragedia en compañía; permitía asimilar la pérdida poco a poco y tomar conciencia de nuestra finitud; era un saludable aviso a navegantes. La gente lloraba y gemía y estaba triste porque lo natural cuando ronda la muerte es estar triste. Hoy, no. Hoy tiene uno que huir de la tristeza y del dolor y del llanto y hacer ver que todo es normal, no le de un vahído a mi amiga Puri o al pijo de mi hermano o al pesado del vecino.
-¿Qué tal todo?
-Murió mi padre.
-Y yo perdí el bolígrafo.
Así viene a ser la cosa. Como el ídolo del “yo” no resiste los embates del dolor y de la muerte, pobrecito, hay que ocultárselos. De modo que llevamos unas cuantas generaciones de hombres que ya no son hombres y de mujeres que ya no son mujeres. Son juguetes que se rompen en cuanto aparece la más mínima contrariedad. Vestir de luto se ha convertido en un pecado social, como han convertido el fumar en un pecado social. Fumar puede matar -¿lo ven? La muerte, otra vez-. Claro.
Vivir también puede matar. Y, efectivamente, vivir mata.



Elogio del Fracaso | Paco Segarra